Antes de morir
mi abuelo me pidió que me sentara al lado suyo en la cama.
Presumí que me quería contar algo importante.
Su mano arrugadísima
estaba fría por lo que la envolví entre las mías para darle calor, fue en ese
momento donde una revelación suya me atravesó.
“Siempre amé a una puta que me besó”, dijo
con apenas un hilo de voz.
En ese momento
quedé impactado. Luego entendí que no todos se quieren llevar a la tumba
sus secretos y que un nieto es mejor confidente que un hijo. Porque el nieto no
juzga y hasta se divierte con las andanzas del nono.
El beso de la
puta me recordó, con el paso de las horas, el cuento de Martín Kohan, Erik
Grieg, que es el personaje con el que va a tener sexo la Ema Zunz de Borges.
La voz de mi
abuelo era cansina y su respiración muy áspera. Algunos detalles, creo que
mi moribundo abuelo los omitió por economía de vida, literalmente.
Todo se remontó
a los años 50 cuando él gozaba de unos fuertes y firmes 30 y tantos y mi viejo
arrancaba con su pubertad enterándose de todo con los amigos del barrio,
jugando a la pelota y robando frutas en las fincas de las afueras. Una
adolescencia sin pantallas, donde la radio desarrollaba la imaginación con sus
radioteatros de la tarde que convocaban a toda la familia.
En fin, mi abuela ya había parido cinco
hijos y estaba sola con una casa invadida por niños y las duras tareas
hogareñas. Cocinar para una tropa, lavar los pañales, planchar, regar, limpiar
la casa, hacer las camas, las compras y así un montón más de tareas que
conformaban una rutina terrible.
En esa práctica
cotidiana, el sexo podía ocurrir cada dos meses con suerte y no era de común
acuerdo. Mi abuela entendía que la necesidad de mi abuelo era inminente cuando
sus manos desafiaban a las suyas. Además, las excusas de doña María se habían
acabado: dolor de cabeza, sueño, cansancio, acostarse y dormirse rápido era
otra de sus estrategias. Algunos de estos detalles no me los contó pero
ocurrieron.
En uno de esos
tantos días
que volvía del trabajo en bicicleta, mi abuelo vio un piringundín por una de
las calles laterales a la avenida principal, donde no abundaba las luminarias y
solo unos foquitos alumbraban el ingreso de unas pocas viviendas de la cuadra.
Justo el
foquito rojo era la clave visual para identificar ese barsucho devenido en
prostíbulo
o casa de citas, como se los enmascaraba. Todo era clandestino en ese entonces
tal como pasa ahora.
Hábil
con la bici, clavó la alpargata en la rueda trasera para reducir la velocidad y
miró y lo miraron. La mujer que estaba en la puerta tenía una bata, era una
tela brillosa parecida a la seda, su pelo castaño claro tenía leves
ondulaciones, tez blanca, boca carmín y curvas interesantes.
Mi abuelo dejó
de mirar porque la mujer lo intimidó. Me explicó que su única mujer había sido
mi abuela, yo entendí lo que quiso decir, que amó siempre a la María, pero me
resisto a creer que no estuvo en otros brazos.
Lo cierto es
que un día
al salir del laburo, casi llegando al piringundín se bajó de la bici y pasó caminando
por la vereda. La mujer irresistible no estaba en la puerta, había otra que era
mucho más rellena. El nono se armó de coraje y preguntó.
Se llamaba
Beatríz
la puta que él buscaba y su tarifa no la podía sacar del bolsillo como si nada
porque era un cuarto de su salario mensual que de por sí no alcanzaba.
Durante tres
meses pasó con el anhelo de que
Beatriz estuviera parada en la puerta y así cruzó miradas en más de una
ocasión. Es de suponer que hubo cierta complicidad entre ambos porque sabían,
con la certeza de un reloj suizo, a la hora que se verían y ella estaba en el
umbral y él pasaba con la alpargata frenando la rueda trasera de la bici. Sólo
a Fellini se le hubiera cruzado por la cabeza semejante escena.
Una respiración
profunda y un parpadeo pusieron en jaque el final de la historia.
-
¡Abuelo!, dijie,
y puse la mano en su pecho y su corazón galopaba como el de los chicos en las
ecografías. Me estremecí. Al borde de los 85 años ese corazón había soportado de
todo, hasta mi desahuciado llamado de hace unos segundos, pero no podía dejar de latir sin contarme qué
fue de Beatriz.
Respiró,
respiró, bebió unos sorbos de agua que le dí en una cucharita y continuó su
relato.
¡Cuánto empeño le ponemos a la vida, es
increíble! El solo hecho de saber que no hay más nada, solo muerte, nos obliga
a aferrarnos con todo nuestro ser que está condenado a dejar de ser.
La cosa es que
el nono continuó, lento y susurrante, con la historia de su puta amada.
Al tercer mes y
a escondidas de mi abuela, él ya había juntado cada uno de los billetes
necesarios para estar con Beatriz. Pero como no conocía mucho del comercio de
los cuerpos, no se animaba a encarar.
Encima, como no
quería que nadie se enterara, ni siquiera le contó a su mejor amigo como para
que le diera un consejo o al menos una sugerencia. Así que, ahí andaba el nono
con la cabeza en cualquier lado tratando de inventarse una escusa o descubrir
su arrojo para poder estar un turno con una puta.
Finalmente lo
logró, una noche después de tomarse un par de vasos de vino con la comida,
anunció que salía a dar una vuelta para bajar la comida, algo que estaba fuera
de su rutina.
Mi abuela
intuyó que estaba preocupado por algo pero no le preguntó, es decir antes no se
acostumbraba. Antes el hombre resolvía el trabajo y la mujer la casa y la
crianza.
Moribundo y
todo, me contó, tendido en la cama en la que había dormido desde que se casó
con mi abuela, cómo había sido esa noche.
Entre las ganas
de ver y estar con Beatriz y la vergüenza y culpa de engañar a mi abuela, la
cabeza le zapateó hasta que llegó al piringundín del foquito rojo.
El vino había
hecho efecto y el coraje y el deseo se apropiaron de él ni bien puso un pie en
el prostíbulo. Era una casa tipo conventillo con una recepción con varias
sillas, que esa noche para suerte de mi nono estaban vacías, y un pasillo con
varias habitaciones y un baño al fondo.
La mujer
rellena le salió al encuentro y antes de que saludara o preguntara algo, mi
abuelo lanzó desde el fondo de sus entrañas “Beatriz”.
La mujer
sonrió, algo nervioso lo debe haber notado supongo, y volvió a saludarlo y
cuando mi abuelo devolvió el saludo siguió la charla que incluyó un precio, un
pago y un dato clave: habitación 3.
En ese momento
que ya se había concretado el acto de comercio, mi abuelo miró el pasillo que
parecía tan infinito como borroso.
Veintitrés,
dijo en un susurro mi abuelo. La pausa duró un par de bocanadas de aire y luego
aclaró que esa fue la cantidad de pasos que dio para llegar a la habitación
donde estaba Beatriz.
Jamás me
hubiera imaginado semejante calculo, aunque muchas veces me pregunté qué piensa
un jugador que va caminado hacia la pelota en medio de una definición de
penales. Bueno, ahora supongo que además de las escenas extremas de gloria y
derrota, también pueden contar los pasos.
Cierto es que
su voz susurrante no habló como macho cabrío dando detalles del sexo sino que
la describió con amor. Recordó su aroma a jabón de coco, piel suave, voz segura
al igual que sus acciones.
Cuando mi
abuelo terminó de abrocharse el pantalón, Beatriz lo atropelló con su cuerpo y
le dio un beso en la boca que le fue correspondido con la misma pasión.
No se dijeron
nada, solo se miraron y mi abuelo salió de la habitación 3 y caminó 23 pasos
hasta la salida del piringundín.
Al día
siguiente al volver del trabajo, Beatriz no estaba en el umbral. Tampoco lo
estuvo los días que le siguieron. Mi abuelo pensó que estaba con algún cliente
o que le daba vergüenza asomarse por lo del beso.
En fin, durante
los tres meses que siguieron no la volvió a ver pero ahorró religiosamente cada
moneda para regresar con Beatriz.
Nuevamente la
misma escena, mi abuelo cena, avisa que sale a caminar rompiendo su rutina y mi
abuela que no dice nada.
Al llegar al
piringundín, un poco más sobrio que la primera vez y menos nervioso, saluda a
la mujer rellena que le sale al encuentro y pide estar con Beatriz.
- Se fue al
otro día que te vio galán, le dijo la mujer con una sonrisa.
- ¿Por qué?
¿Dónde?, lanzó rápidamente el nono que estaba en shock.
- En este rubro
mi vida no preguntamos esas cosas. Así como un día llegó, otro se fue. Corta la
historia. ¿Vas a querer a otra chica?
- No, no. Está
bien, disculpe. Dijo con respeto mi abuelo y salió.
No alcanzó a
caminar 10 metros que la mujer rellena salió a la calle y le gritó.
- ¡Eh Galán!
Por si te sirve de algo, solo dijo que se había enamorado - le confió la mujer,
que sonrió y volvió adentro.
Mi abuelo me
miró con sus ojos profundos, me sonrió con un amor eterno y a los pocos
segundos sentí que había muerto. Solo atiné a buscar su pulso en vano y lloré
en silencio. Decidí quedarme un rato ahí entre el amor y la muerte.
Agosto 2018
(Gracias Pablo Montanaro por echarle un ojo y la confianza).